lunes, 19 de agosto de 2013

CUENTOS E HISTORIAS PARA LA TERNURA. El cuento de esta día lunes 19 de agosto del 2013.




AMIGAS Y AMIGOS.

Este 19 de agosto, José Agustín, gran escritor mexicano, cumple 69 años de edad. Para mi, es uno de los mejores en México, por esto me llena de alegría leerlo, compartir sus historias y cuentos y que él llegue a esta edad. Les envío este cuento de su autoría, espero que les guste.


La gran piedra del jardín*


José Agustín

L a gran sorpresa en casa de Pascual fue que su familia salió de vacaciones y él encontró las llaves del bar. Ya estaban ahí Ricardo, fumando como loco, Hugo y Óscar: dos amigos de Pas-cual y conocidos míos. Tras los saludos de rigor, Pascual esperó un instante de silencio para proceder solemnemente con el saqueo. Todos estábamos entusiasmadísimos, porque aparte de las botellas había varios cartones de Phillip Morris. Pero Pascual dijo que no tocáramos los cigarros porque, de saberlo, su padre se pondría furioso. Eso nos descorazonó un poco, pero volvimos a entusiasmarnos cuando Pascual sacó una botella de brandy no malo porque dice solera. Luego meditó que su padre se daría cuenta por lo mismo y buscó otra botella.

        

Un proceso similar aconteció con cuanto frasco to- maba y apuesto que estuvo a punto de sugerir que mejor compráramos algo si no hubiésemos protestado. Entonces, no de buena gana, sacó una de ron. Todos nos servimos tragos para adulto, pero Pascual hacía trampa: se servía poco ron, mucho refresco y aun le echaba agua. Sin embargo, fue el primero en marearse. Le siguió Ricardo, que había estado secreteán- dose con Hugo y Óscar. El canalla se levantó para decir:

—He decidido pelarme de casa, me iré tan pronto como sea posible. Él —me señaló, el canalla— está de acuerdo conmigo y piensa acompañarme.

Quise aclarar que era una mentira king size, pero Pascual gritó:

—Perfecto perfecto perfecto, nosotros seremos tumbas y no diremos nada cuando empiecen a buscarlos, ¡salud!

Todos bebimos. Ricardo dio un saltísimo para proclamar con entusiasmo:

—Nada de eso, el chiste es que seamos varios, ¿por qué no vienen ustedes también?
Súbito silencio.

—Pues... —musitó Pascual.

Hugo fingió quedarse pensativo mientras Óscar balbucía:

—Yo, no sé, habría que pensarlo.

Interrumpí, juzgando que era el momento adecuado.

—Oye, Ricardo, en la mañana nunca dije que te acompañaría... —me miró ofendido.

—Pero tú...

—Dije que no —insistí—, es más, no creo que hagas nada.

—¿Me estás tomando por un rajón?

No quise contestar porque lo conozco y sé que le encanta hacer tango por cualquier asunto. Pascual, con lucidez insospechada, logró parar todo al decirnos que aún tenía otra sorpresa. Uy, qué emoción. Ricardo olvidó toda ofensa, y como chamaquito, empezó a preguntar cuál sorpresa. Hugo y Óscar gimoteaban también y nuestro anfitrión, feliz.

—Antes que nada, otro chupe —dijo y sirvió de nuevo. Con toda mi mala leche intervine:

—Dame tu vaso, Pascual, estás haciéndote pato.

Quedó sorprendido y aproveché ese instante para arrebatar el vaso: casi lo llené de ron y sólo puse un chorrito de refresco. Pascual quiso protestar.

—Oye, nadie está bebiendo así.

Me tragué un pero tú sí al decirle que eso no era cierto y lo invité a probar nuestros vasos, rematándolo con un pato pascual. Titubeó un momento, y como seguramente recordó que sus padres no regresarían en una semana, aceptó la perspectiva de quedar privado.

—La sorpresa —gimió Hugo.

—Primero hay que chuparle —insistí, comprendiendo que también yo comenzaba a marearme.

Automáticamente, todos bebimos, como si fuera algo sagrado. Hugo y Ricardo, impacientes, exigieron la sorpresa, amenazando con abrir el brandy solera. Pascual se levantó sonriendo, para perderse por el pasillo. Aunque parezca mentira, nos sentimos desamparados (un poco) durante su ausencia, y quizá por eso, cuando regresó apuramos nuestros tragos a guisa de bienvenida.

Pascual venía muy misterioso, con varias revistas a todas luces gringas dado lo brillante del papel. Se colocó en el centro del sofá, y al momento, Hugo y Óscar fueron a su lado. Me coloqué atrás, junto a Ricardo. Pascual ya estaba diciendo, pero sin dejarnos ver las revistas.

—Las encontré el otro día, mi papá me encerró en la biblioteca, castigado, como no tenía nada que hacer, revolví todo y así salieron estas preciosidades. Vean nomás.

Abrió una revista al azar. Fiu, silbaron todos al ver a una muchacha desnuda cubriendo su sexo con las manos. Como los apretaba con los brazos, sus senos se veían enormes. Pascual empezó a volver las hojas con excesiva lentitud, regodeándose con los desnudos. Hugo, Ricardo y Óscar estaban en perfecto silencio, sin despegar los ojos.

—¡Qué emoción; grazna, Pascual! —comenté con la voz demasiado chillona, lo cual me delató: pretendía darme aires de entendido. Afortunadamente, ninguno se dio cuenta. Cómo iban a darse cuenta. Continuaban silenciosos bebiendo sorbitos y fumando como apaches. Ante la perspectiva de formar parte del coro de exclamaciones, me estiré para tomar una revista e iniciar la ronda a mi manera. Muy interesante tórax.
        
        

Perfecta conformación craneana. Etcétera. Me miraron sorprendidos, mientras yo torcía mis imaginarios mostachos.

—Déjenlo, está loquito —al fin graznó Pas-cual. Y entonces ellos iniciaron los mira, uh, zas, qué bruto, bolas, rájale, guau, mamasota.

Al poco rato, Ricardo, mareado del todo, acabó durmiendo casi sobre Pascual, que seguía atentísimo viendo los cuerazos. Hugo y Óscar, tras tomar sendas revistas, fueron a los sillones para gozarlas. Pascual bebía cada vez más rápido, estaba muy colorado; después se levantó, siempre con su revista, y se fue por el pasillo. Supuse que iba a vomitar. Ricardo dormía en el sofá, con sonoridades aparatosas. Hugo se había quedado quieto, viendo el vacío, un poco triste. Óscar dejó su revista, y entre eructos, inconscientemente se exprimía los barros. Siempre me ha causado repulsión ver a alguien en esos menesteres y sobre todo a Óscar: es un barro andante.

Perfectamente aburrido, y aún no ebrio, me encaminé hacia el baño, para burlarme de Pascual, a quien esperaba encontrar en pésimas condiciones.

No me molesté en tocar la puerta, para sorprenderlo. Fue un error: Pascual se hallaba sentado sobre la taza, haciéndose una, mientras echaba ardientes miradas a la revista que puso en el suelo. Se quedó de una pieza al verme y sólo alcanzó a musitar:

—Quihubo.

—Quihubo —respondí antes de cerrar la puerta. Yo también, y no entiendo por qué, me quedé de una pieza. Mi reacción natural debió haber sido la risa, mas nada de eso.
        
         El corazón comenzó a bailotear en mis adentros, como si presintiera algo. Sin saber la razón corrí a la cocina y pude ver, con real pavor, que la estúpida familia de Pascual había (seguramente) cambiado sus planes y ya estaba ahí: su padre aprestándose a bajar del coche y los hermanitos haciendo un escándalo de los mil demonios. Busqué la manera de esfumarme de la casa sin que nadie me viese, pero no había puerta atrás ni cosa por el estilo. Entonces, temblando como idiota, abrí la ventana y salté al jardín, donde quedé agazapado, esperando que entraran los pascualos. Eché pestes un buen rato porque los canallas no tenían para cuándo, pero al fin lo hicieron. Más rápido que de prisa salté la barda y no paré de correr hasta diez cuadras adelante. Me senté en la banqueta, resoplando, pero muerto de la risa al imaginar el escándalo que se habría armado en casa de Pascual. El problema fue que con la carrera acabé mareadísimo; si llegaba en esas condiciones a la casa, Humberto me despellejaría.

Despertar esta mañana fue una pesadilla: nunca me había sentido tan mal. Ayer en la noche corrí con verdadera suerte: Humberto y Violeta habían salido y mi hermano no se dio cuenta de nada, por estar viendo la tele. Cené como cosaco, porque oí decir que con la barriga llena la cruda es menos. Además, bebí dos alka seltzers, pero con todo y eso hoy tenía ganas de quedarme botado todo el día. Hum- berto me despertó, y tras desayunar, pidió que lo acompañara.

Tuve que hacer reales prodigios de actuación para que no se diera cuenta de nada. Antes de salir, dije que si telefoneaba Ricardo o cualquiera de ellos, dejaran recado. Me muero de curiosidad por conocer el desenlace del lío de ayer.

Humberto manejó muy silencioso hasta llegar al consultorio. Lo esperé con el coche y al poco rato regresó, dije:

—Pensé que tardarías más.

—No, sólo di unas instrucciones. Hoy no trabajo.

—Suave. Entonces, ¿a dónde vamos?

—A comprar cosas.

Asentí en silencio cuando él enfilaba por todo Insurgentes (hacia el norte). Ya está, pensé, vamos al centro.
¿Vamos al centro? —pregunté (estúpidamente).

—Sí.

—¿Qué vas a comprar?

—Ropa para tu hermano.

—Y para mí, ¿no?

—No necesitas nada, o ¿sí?

—Pues ni sé.

—Fíjate.

—¿Cómo te ha ido con los loquitos, Hum-berto?

—Son enfermos, hijo.

—Perdón.

—Pues no ha habido nada anormal. ¿Por qué?, ¿te interesa mi carrera?

—Sí, ¿por qué no?

—¿Ya te decidiste?

—¿Eh?

—Que si ya decidiste qué quieres estudiar.

—¿No te enojas?

—No, ¿por qué?

—No me gusta pensar en eso.

—Sí, claro, pero todavía falta la prepa. Dicen que ahí orientan.

—Sí, claro.

—Ya estoy inscrito y todo, pasado mañana me dan la credencial, es cosa de tiempo.

—Bueno, sí, pero no me gusta que seas tan, indiferente, digamos, a este asunto; después de todo, de ahí depende tu futuro.

—Me gustaría ser siquiatra, papá.


Humberto sonrió, quizá porque comprendía que eso era falso, por dos razones: a, él es siquiatra; y b, nunca le digo papá. Claro que no se enoja, al contrario, fue él quien nos acostumbró a que le dijé- ramos Humberto y sanseacabó. Mi madre, al parecer, está muy de acuerdo con que le digamos Violeta.

Fuimos al Puerto de Liverpool. Lo odio. Compramos camisas y pantalones para mi hermano y luego regresamos al coche. Humberto me compró un helado y preguntó si quería que fuésemos a mi ex escuela, para saludar a los maestros. Dije que Dios librárame. Sonrió. Es muy bueno, Humberto, no sé cómo se las arregla con sus pacientes (algunos son bien ca- na-litas; bueno, eso cuenta el doctor Quinto, compañero de mi padre).

Pareció adivinar lo que pensaba.

—Tu mamá encontró una cajetilla de cigarrillos en uno de tus sacos.

Preferí no contestar haciéndome tonto, pero Humberto reforzó el ataque.

—Además, cada vez que se entra en tu cuar-to, apesta a cigarro. ¿Te gusta mucho fumar?

—No es eso es que...

Silencio de nuevo: soy un tarado.

—¿Qué? —insistió.

—No sé.

—¿Cómo que no sabes?

Para entonces, Humberto me estaba cayendo de la patada: no por regañarme, sino por hacerme titubear. Siempre es lo mismo. Estuve a punto de gruñir que adoro el cigarruco, que fu-mo catorce cajetillas diarias cuando no le entro a la mariguana como desorbitado, pero conside- ré que era violentar demasiado el asunto. Guardé mi ridículo silencio, y después, Humberto empezó a reír suavemente.

—Mucho temperamento para tan poco asunto, hijo.

—¿Cómo?

—Que no te apechugues por eso, yo también fumaba a tu edad, no estaba regañándote. ¿Qué marca fumas?

Sin darme cuenta, yo estaba sonriendo también. No sé, se me fueron los pies, lo imaginé mi cómplice, creí que nos detendríamos en una tabaquería para comprar un cartón de cigarros. Para mí. Cínicamente, musité ráleigh. Humberto frunció el entrecejo al comentar:

—Son caros, ¿eh? —y después, brutalmente—, lástima que así sea; estoy dispuesto a darte un castigo preciosito si llego a enterarme de que fumas sin ganar dinero para cigarros.

Me transó, pensé, tendré que conseguir chamba; linda forma tiene Humberto para pescarme. A pesar de mi disgusto, sentí algo simpático por Humberto. En forma parecida me ha hecho confesar cosas que de otra manera no saldrían de mi bocota. De regreso, este asunto, y el hecho de no tener más cigarros, me exasperó bastante. Durante un rato estuve merodeando por la casa, buscando algún cigarro. La maldita discusión con Humberto me despertó vivos deseos de fumar. Por fin logré robar dos cigarros de una cajetilla olvidada por Violeta en la cocina.

Entonces vine a mi parte predilecta del jardín.

La gran piedra se siente fresca. Humberto, aunque siquiatra, está loquísimo. Mandó traer esta enorme roca desde Nosedónde hasta el jardín, que si bien se observa, no es grande. Me cayó de perlas: puedo venir a fumar y todavía nadie me ha descubierto. Por eso, hace un momento encendí un cigarro dejándome posesionar por esta sensación tan chistosa. Siento algo en el estómago y me empiezo a poner tristón. No lo puedo explicar. Quedo sentado en el pasto, recargándome en la piedra, tomo manojos de hierba y los huelo. A veces deseo sollozar como idiota. Veo el muro que da a la calle y llevo el cigarro hasta mis labios. Sonrío al advertir que estoy fumando como Ricardo. No he telefoneado. A la mejor los padres de Pascual llevaron el chisme a su casa y ahora sí debe tener un buen motivo para fugarse. Estaba borrachísimo. Pero estoy seguro de que vendrá a verme, puede ser que hasta haya logrado convencer a los demás. Pero si algún día debo irme no será con ellos, aunque Ricardo me siguiera como sombra durante siglos, tratando de convencerme.

No lo logrará, estoy seguro. Cuando le diga algo que le sea imposible contestar, sólo dirá ah y estará desarmado. Prácticamente, está desarmado. Digo, yo también. Ni siquiera sé qué deseo estudiar. Humberto anda muy misterioso con todo ese asunto. Algo trama, seguramente. Por supuesto, desearía que yo estudiara medicina, o sicología de perdida. Quizá yo mismo lo deseo. Quizás Humberto me está sicoanalizando, pero conmigo será difícil. Claro que soy un poco anormal, o un mucho, a la mejor; pero no me interesa gran cosa. Supongo que a Humberto sí debe importarle: digo, es su profesión y soy su hijo. Al menos, se divierte observándome (¿estudiándome?). Pero se niega a hacerlo a fondo. Le pedí que me hipnotizara y no quiso, sólo contó sus experiencias en el extranjero, en todos esos lugares tan suaves donde estudió antes de venir a montar su loquera aquí. Algún día también recorreré esos lugares y estudiaré algo interesante, pase lo que pase. Entonces sí saldré, pero nunca con Ricardo o con Pascual, con ellos no llegaría más lejos de Toluca. Estoy loco. Ya encendí otro cigarro y con el día tan claro pueden ver el humo que sale tras la piedra; entonces, vendrá Humberto furioso, porque hace apenas una hora que me dijo todo. Al diablo, sé que el asunto no pasaría de, no pasaría de que Humberto, estoy tarado, debe ser por la cruda, nunca me ha visto fumar y no tiene por qué hacerlo ahora. Ya está; otra vez. Es una especie de airecito en el estómago; ahora, escalofríos. Cierro los ojos y empiezo a sentirlos húmedos y sacudo la cabeza y aprieto el puño y muerdo mis labios y me dan ganas de gritar o de quedarme aquí tirado toda la vida.



* Agustn, Jos, La gran piedra del jardn, en Atrapados en la Escuela, Mxico, Selector, 1994.

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